No sé exactamente cuándo aprendí que decir la verdad puede ser una forma de crueldad. La verdad antes era súper despreocupada y decía las cosas sin filtro, tal cual me pasaban por la cabeza (quizás demasiado sin filtro). Tal vez fue una tarde cualquiera, viendo a alguien que quiero elegir mal, con determinación y entusiasmo, mientras yo asentía con una sonrisa sabiendo lo que vendría porque es curioso cómo el querer te enseña la contención y aprendes a no intervenir, a no decir lo obvio porque desde hace unos años eso no es correcto.
Y sí, a veces quiero hacerlo. Quiero decir que esa persona que acaban de empezar a ver les va a romper el alma en capítulos, se ve a leguas. Que esa decisión no es “self care”, es una ruina anticipada que solo extiende su malestar en otras partes de su vida. Que su decisión no le va a ayudar, le va a hundir.
Pero no lo hago.
No por falta de agallas. Tampoco por miedo al conflicto (bueno, en verdad un poco sí). Lo que detiene mi lengua no es la prudencia, sino la ética silenciosa de los vínculos adultos… esos que dice que si no te han pedido opinión, no la ofrezcas (eso lo dice una y mil veces Phillip Galanes que escribe la columna de Social Q’s en el NYT y que leo religiosamente). Que querer bien a alguien no es corregirlo, sino acompañarlo en su derecho a equivocarse con estilo. Que cada quien tiene su vida y las decisiones que toma no sabemos por qué las toma no? (lo hablamos la semana pasada)
Aunque duela y aunque quiera gritarles lo que pienso que deberían hacer porque, obviamente, los otros siempre sabemos que es mejor para ellos!!! aunque la mayoría de las veces no lo sepas para ti 🙃. Aunque estes completamente seguro que si hacen lo que tú dices su vida mejorará increíblemente…
Yo observo. Y recuerdo que nadie soporta a quien tiene razón antes de tiempo.
Así que ahora habito ese espacio incómodo entre el deseo de intervenir y la conciencia de que nadie pidió mi opinión y me quedo ahí. En el medio viendo cómo alguien a quien quiero se embarca en decisiones tan frágiles como sus justificaciones. Y me limito a decir algo neutro. Algo inútil. Algo como: “¡Que chévere! Me alegro por ti” “Si tú estás feliz, yo también”
Lo cual, no es mentira, pero tampoco verdad. Pero hay una dignidad en el silencio. Incluso cuando te está matando por dentro.
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Este es el post de la semana pasada que junto al de esta semana explora las dos caras de la misma moneda. La semana pasada: no juzgamos. Esta semana: juzgamos todo y a todos.
Con tanta información en nuestras vidas, no es que estemos desorientados (déboussolés- en mi caso déboussolée, desorientada), la sobrecarga de información (fatiga de decisión) es un fenómeno muy real y actual con el que nuestros padres nunca tuvieron que lidiar y nos afecta en todo.
A mi nunca me ha gustado el small talk. Cuando se trata de hablar, hazlo a lo grande o vete a casa.